lunes, 27 de octubre de 2014

Sonrisas Inocentes.

Cayó por accidente en mi vida. Nunca por error: por accidente. Si los accidentes son parte del plan macabro del destino para salpimentarnos la vida, o si son las liebres que se le escapan, no es cosa, por supuesto, que yo defina. Soy sólo yo, como siempre.

De lo único de lo que sí alcancé a enterarme fue de los dedos entrelazados. Imaginen la sorpresa cuando de repente, al voltear, encontramos en el lugar que históricamente correspondió al cinismo, a la soledad o a la promesa sin semilla, una sonrisa que sólo ha de ser descrita en escrupuloso diminutivo. ¿Qué hace esa mano engarzada a la tuya? ¿A dónde va? ¿Sería mucha molestia si me repite su nombre, tan gentil sería? ¿No vio un destierro por aquí, no se habrá sentado en él?

Y del desconcierto a la cobardía hay un suspiro; de la cobardía a la estupidez, aún menos tregua. De pronto me vi siendo héroe y amigo, confesor, maestro, amante y sueño curtido a mano. Tan absorto estaba en complacer su sonrisa, que descuidé mis dedos; de ellos (y aún no comprendo cómo) hizo un refugio para los dos.

¿Sabes a qué juegan dos niños encerrados a piedra y fuego en su refugio compartido? Yo recién lo descubrí: a todo lo que les toque la imaginación. A veces es fácil (y a fin de cuentas tanto o más válido) no entender nada, sobre todo cuando frente a ti tienes el deber de trazar, con líneas de chocolate, la cartografía entera de una espalda, hallando por supuesto la geodésica entre un escarpado coxis y una nuca hipersensible.

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